Por Gonzalo Cichero
Leés
el título y seguramente te pega. ¿Por qué? Porque estoy hablando de tus cosas,
estoy “allanando” tu vida y podés sentirte invadido, siendo el simple escritor
de una revista un intruso en tu privacidad. Hacé caso omiso a la posibilidad de
dejar la página de lado y seguir con otra nota.
Hagamos
un ejercicio, algo que hacés todos los días por lo menos veinte veces, un
movimiento irreflexivo que acontece en cualquier espacio, cualquier lugar: mové
tu mano hacia tus pantalones, deslizala suavemente, pensando en cada instante,
en la prenda que llevás puesta, en su textura, su color. Ahora hurgá en tu
bolsillo y buscá lo primero que esté ahí.
No
soy adivino, pero puedo proponerte el apostar una suma doblando el celular que
acabás de identificar. Miralo. Pensá en cuantas veces por día lo sacás para
averiguar la hora, cuando en realidad lo exponés dos veces porque la primera te
distrajiste con alguna otra función que no era la vital de ese momento.
¿Cuántos
aparatos tuviste antes que ese?¿Cuántas funciones descartás?¿Cuántas llamadas o
mensajes acumulás por día?¿Cuán innecesario es el “teléfono”, que año a año vas
a renovando?
Vivimos
en un mundo y en una época en donde los móviles son vehículos hacia el
sedentarismo, y los transportes son sinónimo de suicidio. Queremos adquirir
más, más rápido y lo queremos ahora, a sabiendas de que en un futuro cercano
dicha máquina será reemplazada y archivada.
Somos
víctimas de un enjambre publicista y competitivo en el cual los artilugios son
simples, y adquirimos aparatos que hacen viral la intención de comprar.
La
industria es simple: venden más y así aumentan su producción. Sin implicar un
mínimo interés en los daños causados en el ambiente, el desecho de su basura, y
la incapacidad de sus compradores en albergar más productos de los que tengan
capacidad para adquirir o para aprovechar. Producir, la industria sólo se
especializa en eso, modificar la naturaleza humana y la naturaleza ambiental
para llenar nuestras vidas de objetos que debemos conseguir porque alguien los
adquirió primero. Hacer esos aparatos requiere una fuente cercana de agua, para
el desecho de sustancias inservibles; requiere materia prima, sin interesarse
en cuánto planeta hay que desabastecer; requiere publicistas, que te vuelvan
infeliz por lo que tenés y te consientan a mostrarte qué te falta; requiere un
público entrenado en un sistema capitalista, siendo que palabras como “trabajo”
o “comprar” las sepan los niños antes de ser amamantados.
En
el final de la cadena de producción, en donde intervienen altísimos grados de
contaminación y destrucción de ecosistemas, hay un simple producto realizado
por personas en situación de esclavitud/bajos salarios/trabajo infantil. Los
empresarios deciden fabricar a un precio muy bajo, esto da como resultado
situaciones de insalubridad, o violaciones a Derechos Humanos.
El
producto es consumido, pero en función de un símbolo, en donde quién, qué y
cómo consume es todo un aparato semiológico que los mismos publicistas crean
para reproducir y mantener en el tiempo significaciones interpersonales en el
consumo, manteniendo así ciertos “status” en torno al consumo.
Ahora
podés verte activamente como un culpable en esa situación, pero no por
“adquirir” productos que están al alcance de todo potencial consumidor, sino
por hacerlo de forma irreflexiva, desmedida, sin pensar de dónde viene ese
aparato, ni dónde irá a parar una vez que lo descartes, ni cuán servil seas
para los interesados en que vos tengas esa tecnología.
El
producto es un órgano del sistema publicista. No sólo es el final de una cadena
de producción, es el objeto sobrevalorado que uno adquiere bajo la condición
fetichista de pensar que un teléfono puede ser más que eso, es pensarlo desde
qué le significa a quien esto. Se pueden comprometer sólo unos minutos de
nuestra vida para aprender a usarlo, pero puede tardarse horas seleccionando el
color de un móvil, en una dura batalla entre el blanco o el negro, o una
fabulosa gama innecesaria de colores.
El
celular, el auto, tu heladera, inclusive tu computadora, son redefinidos todo
el tiempo, siendo intervenidos en sus formas, en sus piezas interiores, en sus
materiales, colores también. Obsolencia
percibida es el nombre que rescata Annie Leonard (Véase “La historia de las
cosas”) el cual refiere justamente a este cambio permanente de productos,
versiones, componentes y colores, haciéndonos creer que el objeto que ayer
compramos y era blanco, hoy es opacado por uno de similar diseño, con
cualidades cromáticas diferentes. Este efecto hace eco en los consumidores a
través de un mecanismo de obsolencia
programada, preparando los productos para su desconoposición temprana, pero
en silencio, pues los aparatos están preparados para averiarse luego de que
exista una tecnología ideada para suplantar el “obsoleto” objeto que compraste
hace pocos meses. Esto nos da pocas opciones: comprar algo “viejo” disfrazado
de “nuevo”, o que nuestros electrodomésticos queden disfuncionales para luego
recurrir inevitablemente a la compra de un reemplazo.
Por
más que se interrumpa el consumo individual, el adquirir cosas ya es una
naturalidad humana. Parece imposible evitar comprar desaforadamente, cuando
realmente el secreto no está en dejar de adquirir rotundamente, sino hacerlo
con ideas simples pero efectivas. Si tenés un celular viejo, dáselo a alguien
que lo use; si tu computadora está vieja consultá a alguien de confianza que te venga con el cuento de “estos repuestos no
se consiguen”, puesto que a veces sólo son problemas de programas. Lo mismo con
cualquier electrodoméstico, desde hace muchos años pensamos que “desechar” es
el único camino, cuando en realidad pensamos así por la publicidad que nos hace
funcionales al consumo. Es difícil escaparse de querer comprar y estar a la
moda con respecto al exterior, pero debemos ser inteligentes, hacer un
“reciclaje” y darle un uso a todo eso que grandes compañías nos hicieron
comprar, cuando en realidad nos estuvieron estafando durante mucho tiempo.
La Barca Cubana, octubre 2013.
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